(xviii) Federico García Lorca - Yerma (Acto Primero, Cuadro Primero)




YERMA. ¿De dónde vienes?

MARÍA. De la tienda.

YERMA. ¿De la tienda tan temprano?

MARÍA. Por mi gusto hubiera esperado en la puerta a que abrieran. ¿Y a que no sabes lo que he comprado?

YERMA. Habrás comprado café para el desayuno, azúcar, los panes.

MARÍA. No. He comprado encajes, tres varas de hilo, cintas y lana de color para hacer madroños. El dinero lo tenía mi marido y me lo ha dado él mismo.

YERMA. Te vas a hacer una blusa.

MARÍA. No, es porque... ¿sabes?

YERMA. ¿Qué?

MARÍA. Porque ¡ya ha llegado! (Queda con la cabeza baja.)

(Yerma se levanta y queda mirándola con admiración.)

YERMA. ¡A los cinco meses!

MARÍA. Sí.

YERMA. ¿Te has dado cuenta de ello?

MARÍA. Naturalmente.

YERMA. (Con curiosidad.)¿Y qué sientes?

MARÍA. No sé. (Pausa.) Angustia.

YERMA. Angustia. (Agarrada a ella.) Pero... ¿cuándo llegó? Dime... Tú estabas descuidada...

MARÍA. Sí, descuidada...

YERMA. Estarías cantando, ¿verdad? Yo canto. ¿Tú?..., dime

MARÍA. No me preguntes. ¿No has tenido nunca un pájaro vivo apretado en la mano?

YERMA. Sí.

MARÍA. Pues lo mismo... pero por dentro de la sangre.

YERMA. ¡Qué hermosura! (La mira extraviada.)

MARÍA. Estoy aturdida. No sé nada.

YERMA. ¿De qué?

MARÍA. De lo que tengo que hacer. Le preguntaré a mi madre.

YERMA. ¿Para qué? Ya está vieja y habrá olvidado estas cosas. No andes mucho y cuando respires respira tan suave como si tuvieras una rosa entre los dientes.

MARÍA. Oye, dicen que más adelante te empuja suavemente con las piernecitas.

YERMA. Y entonces es cuando se le quiere más, cuando se dice ya ¡mi hijo!

MARÍA. En medio de todo tengo vergüenza.

YERMA. ¿Qué ha dicho tu marido?

MARÍA. Nada.

YERMA. ¿Te quiere mucho?

MARÍA. No me lo dice, pero se pone junto a mí y sus ojos tiemblan como dos hojas verdes.

YERMA. ¿Sabía él que tú...?

MARÍA. Sí.

YERMA. ¿Y por qué lo sabía?

MARÍA. No sé. Pero la noche que nos casamos me lo decía constantemente con su boca puesta en mi mejilla, tanto que a mí me parece que mi niño es un palomo de lumbre que él me deslizó por la oreja.

YERMA. ¡Dichosa!

MARÍA. Pero tú estás más enterada de esto que yo.

YERMA. ¿De qué me sirve?

MARÍA. ¡Es verdad! ¿Por qué será eso? De todas las novias de tu tiempo tú eres la única...

YERMA. Es así. Claro que todavía es tiempo. Elena tardó tres años, y otras antiguas, del tiempo de mi madre, mucho más, pero dos años y veinte días, como yo, es demasiada espera. Pienso que no es justo que yo me consuma aquí. Muchas veces salgo descalza al patio para pisar la tierra, no sé por qué. Si sigo así, acabaré volviéndome mala.

MARÍA. ¡Pero ven acá, criatura! Hablas como si fueras una vieja. ¡Qué digo! Nadie puede quejarse de estas cosas. Una hermana de mi madre lo tuvo a los catorce años, ¡y si vieras qué hermosura de niño!

YERMA. (Con ansiedad.) ¿Qué hacía?

MARÍA. Lloraba como un torito, con la fuerza de mil cigarras cantando a la vez, y nos orinaba y nos tiraba de las trenzas y, cuando tuvo cuatro meses, nos llenaba la cara de arañazos.

YERMA. (Riendo.) Pero esas cosas no duelen.

MARÍA. Te diré...

YERMA. ¡Bah! Yo he visto a mi hermana dar de mamar a su niño con el pecho lleno de grietas y le producía un gran dolor, pero era un dolor fresco, bueno, necesario para la salud.

MARÍA Dicen que con los hijos se sufre mucho.

YERMA. Mentira. Eso lo dicen las madres débiles, las quejumbrosas. ¿Para qué los tienen? Tener un hijo no es tener un ramo de rosas. Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nos va la mitad de nuestra sangre. Pero esto es bueno, sano, hermoso. Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos, y cuando no los tienen se les vuelve veneno, como me va a pasar a mí.

MARÍA. No sé lo que tengo.

YERMA. Siempre oí decir que las primerizas tienen susto.

MARÍA. (Tímida.) Veremos... Como tú coses tan bien...

YERMA. (Cogiendo el lío.) Trae. Te cortaré los trajecitos. ¿Y esto?

MARÍA. Son los pañales.

YERMA. Bien. (Se sienta.)

MARÍA. Entonces... Hasta luego.

(Se acerca y Yerma le coge amorosamente el vientre con las manos.)

YERMA. No corras por las piedras de la calle.

MARÍA. Adiós. (La besa. Sale.)

YERMA. ¡Vuelve pronto! (Yerma queda en la misma actitud que al principio. Coge las tijeras y empieza a cortar. Sale Víctor.) Adiós, Víctor.

VÍCTOR. (Es profundo y lleno de firme gravedad.) ¿Y Juan?

YERMA. En el campo.

VÍCTOR. ¿Qué coses?

YERMA. Corto unos pañales.

VÍCTOR. (Sonriente.) ¡Vamos!

YERMA. (Ríe.) Los voy a rodear de encajes.

VÍCTOR. Si es niña le pondrás tu nombre.

YERMA. (Temblando.) ¿Cómo?...

VÍCTOR. Me alegro por ti.

YERMA. (Casi ahogada.) No..., no son para mí. Son para el hijo de María

VÍCTOR Bueno, pues a ver si con el ejemplo te animas. En esta casa hace falta un niño.

YERMA . (Con angustia.) Hace falta.

VÍCTOR Pues adelante. Dile a tu marido que piense menos en el trabajo. Quiere juntar dinero y lo juntará, pero ¿a quién lo va a dejar cuando se muera? Yo me voy con las ovejas. Le dices a Juan que recoja las dos que me compró. Y en cuanto a lo otro..., ¡que ahonde! (Se va sonriente.)

YERMA. (Con pasión.) Eso; ¡que ahonde!

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